Yo nunca he sido buena mintiendo
Día 52.
Casa de Jimmy en un barrio fresa de Melbourne
Me gustaría poder escribir de lo que quiero, avanzar en un proyecto más que en la escritura misma, en la cual obviamente no confío si no está ligada a algo, a algo que cuente los sucesos y la vida igualmente mía pero velada con otros nombres y otros eventos.
Quiero hablar de ellos, de quienes ahora me siento distanciada y me alejo de golpe cada vez más, cada vez que mi suegra golpea un plato contra otro en este incesante reacomodar de la vajilla que en una casa de cinco nunca termina de estar limpia. Sentada a la mesa del comedor sin querer prender la luz, sin querer mover o tocar nada, como si así, si no decido acomodarme por completo, puedo entonces volver a casa más de prisa. Pero llega ella y me prende la luz, astillándolo todo.
¿En dónde es casa? Y no lo sé, respuesta que me libera y me atormenta al mismo tiempo. No es el sitio que preparamos nueve meses y llevamos dos decidiendo de qué modo soltar, ni es el que llevo más de tres años rentado, en donde ya las cosas que no se han roto dejaron de oler a mi. Ni el nido de mis padres que es más mío que éste pero aún tan de ellos. No hay. Casa no hay más que varias en donde me protejo de la lluvia y recibo cariño que a veces ya no quiero. Malagradecida. Casa es cuerpo, en donde te guardo todavía, por fortuna, más de veinte semanas, hasta que haya resuelto en dónde parirte cuándo dejes mi calor y llegues a este mundo que no has pedido.
Y pienso en todo esto mientras a mi alrededor se despiertan necias todas las voces de esta casa, impelidas a pasar horas hablando consigo mismas, o con quien hace el mayor esfuerzo por no escuchar: siempre yo.
Las cosas de mi yo que escribe siempre son peores que las cosas en sí, porque es aquí que me lamento de lo pequeño que me molesta en la vida, de lo ancho, de lo que duele. Afuera hay cama, pan y harta mantequilla y así es difícil decir que uno la tiene duro. Y espero, porque hay poco que hacer en estos tiempos más que esperar, y juntar documentos, y planear qué se hará con la casa y con todas las cosas que se han dejado, y buscar un hospital y cantarte canciones en español para que no salgas sin reconocer tu idioma y aprender a tejer o a cocinar de vez en cuando algún dulce.
Porque no hay nada que hacer más que esperar, y todo lo demás que se hace en el día y en la vida, que es tanto. Mientras pasa el tiempo siempre tan lejos de nosotros e igual llevándonos a rastras. Esperar que estés bien y no sentir que tu nacimiento es complemento de mi muerte. Esperar que papá y mamá estén en casa y no llegué a ellos una manzana, de la Central de Abastos, que no se lave bien, que pase de boca en boca y que los enferme a ambos. Esperar poder volver y después estar allá, tomando café ya casi frío porque he hablado demasiado, riendo, mostrándoles al niño, quitándoles al niño porque lo han tenido mucho tiempo; esperando a irme porque me están volviendo loca. Por que ya no quiero escuchar ni una vez que lo debería hacer de otro modo. Esperar que mi hermano esté en paz, como a veces dice que está y pocas le creo, y siga abrazando a ese bebé que yo no he tocado en seis meses, que una parte animal de mi extraña tanto.
Que se acabe todo y que no se acabe nunca. Para volver a comenzar, para seguir viviendo. Por que un poco he entendido que no se entra en las cosas esperando salir, se entra así como se baja, como parte de lo que sucede en la vida, con su vaivén, su ir y venir. Se entra y se sabe que se saldrá pero no importa cuándo. ¿O sí? No se puede estar siempre fuera ni siempre arriba ni siempre abajo. Pero ya no importa, porque no puedo pensar. El ruido ha escalado en pláticas y lo que eran conversaciones solitarias ahora tienen respuesta y son lanzadas hacia mí, que ni siquiera volteo a verlos y me preguntó, quién se tiene que ser para hablarle a alguien que no quiere escuchar, que no vuelve a verte, que está haciendo como que escribe, en el medio de un comedor en donde todos están hablando al mismo tiempo, en un volumen tan alto, tan completamente innecesario. Necia yo, que espero que respeten mi condición de isla en un espacio de veinte metros en donde vivimos todos. ¿Pero no pueden ver que no estoy realmente aquí? ¿No puedo ver que esta no es mi casa? Que debo subir la vista, sonreír, hacer hogar, cerrar la computadora, calentar el pan, limpiar lo que ha quedado afuera y dar las gracias. ¡No!, por favor ya no me toques la panza. Pero gracias, por el techo y el cariño; por el ruido que me fue otorgado al otro lado del mundo en una tierra que la mayoría de gente que he querido no pisará nunca; llena de animales ponzoñosos y agua limpia; que se puede beber de cualquier grifo.
Aquí me cuesta lavar los platos, me quedo pensando en la cantidad de agua potable que desperdicio, casi como si fuera mejor en México en donde igual nadie podría beberla. Aquí, quiero ponerla de lado y guardarla para que la gente se la tome, y lavar, yo qué se con qué, con agua de lluvia, que probablemente igual esté más limpia que la que me dan en la fonda de la esquina del departamento que ya no es mío, aunque me paguen renta. Cuando me baño abro la boca alucinada de que de lo mismo tomarla que dejarla caer por mi cuerpo.
Yo sólo quería una casa y ahora completo varias con las partes de ella que tengo regadas por el mundo. He dejado plantas vivas en más de cinco sitios y a algunas regreso para encontrarlas floreadas y crecidas, otras me esperan muertas, cambiadas, podridas o llenas de plagas. Aquí no he comprado ni una semilla. Si no tengo una planta, este sitio no es casa; el verde de los otros no es el mío. No es algo difícil de entender. Los árboles en los parques no me causan el mismo asombro que una hoja nueva en un arbusto propio. Aquí no tengo ni un helecho, pero ya casi voy a tener un hijo. Y quiero pensar que los tres seremos suficiente, que quizá con él pueda por fin plantar mi huerto.
11 de mayo del 2020
Hoy es 12 de junio. Todo ha cambiado. Pero, ¿qué, que esté vivo, no cambia constantemente?