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Estambul, sueños de infancia

Me cuesta hablar de Estambul sin volver a sentir en mi cuerpo el asombro.Pronuncio su nombre y de pronto una oleada color durazno, rosa pastel y azul celeste me inunda la cabeza. Entrecierro los ojos para ver las telas que ondulan con el viento entre las multitudes; para oler las especies, probar de nuevo el té negro y té de manzana y así, entre la novedad y sobre estimulada, camino en silencio para poder prestar atención a este nuevo sitio al que llevo tanto tiempo queriendo llegar.

Bajo mis pies, las calles suben y bajan serpenteando en una ciudad que no habría pensado tan llena de colinas; y sobre de ellas, entre ellas, las cúpulas de los templos, las mezquitas, los hammams (baños turcos), los restaurantes y los mercados, me invitan a pasar, a admirarlo, a probarlo todo.

Ahí estaba, paseando por sus calles, queriendo verlo todo en cinco días; haciendo un absurdo esfuerzo por aprender el idioma, comprender su complejísima historia y sentirme un poco turca; más que en el nombre*, esperando poder así entender, aprender, absorber, experimentar más sobre ese país del que llevaba la vida entera escuchando: Turquía.

Estambul, es una ciudad especial, marcada por una geografía, una historia y una simbología única. Comprenderla en su totalidad significaría comprender y conocer a fondo esos factores; su evolución y su entrecruzamiento; lo cuál por si sólo alcanza para años y años de estudio e investigación. Yo no soy historiadora sino viajera, escritora, coleccionista de instantes, cazadora experiencias y lo que se hacer es contarles un poco acerca de la Estambul que pude probar a través de mis sentidos: una ciudad que llena de vida y de sabor.

Una ciudad estratégica, situada entre dos continentes; de un lado Europa, y del otro, Asia y con un río, el Bósforo, que funge como pasadizo entre dos mares: el mar Negro y el Mediterráneo.

Llegamos a Estambul un poco por azar y otro poco por destino, como ha sido mi vida toda. En un viaje que en realidad iba a otro sitio pero que nos permitía hacer una parada aquí, en su gigante aeropuerto (el más grande del mundo) que se recorre como si no se acabara nunca. Llegamos al final del Ramadán; para la celebración de Eid al-Fitr (la fiesta de la ruptura del ayuno), lo cual no sé si fue buena o mala suerte: todo es contexto.

Del aeropuerto tomamos el autobús directo al centro histórico de la ciudad. Y así, a las seis de la mañana, me bajé enfrente de Santa Sofía y de la Mezquita Azul, como quien se baja de una alfombra mágica… anonadada, sonriente, agotada y con ganas de guardar este momento para siempre en la parte de atrás de mi memoria; en donde tengo todo lo que no habrá nunca de olvidárseme.

Así como a nosotros, esta ciudad recibe cada año a alrededor de trece millones de turistas, de los cuales cinco, creyentes de todos los rincones del mundo, vienen a celebrar una de las fiestas más importantes de la religión islámica. Así como ellos, y entre ellos, yo camino sin poder creer que haya tanta gente a mi alrededor. En Estambul como en el metro de la ciudad de México en horario pico; o para aquellos que no frecuentan ese eficientísimo transporte (sin ningún dejo de sarcasmo): como a la salida de un concierto. Pero el estar de viaje, el ser nuevo, el ser extranjero, todo lo suaviza y así, en lugar de enfurecerme, de irme corriendo, de encerrarme en casa leer un libro, disfruté el regalo de la novedad de miles de rostros, hijabs, burkas (muchos más que hace algunos años para el pesar de quienes no lo portan por gusto), telas de colores; el olor de las castañas tostadas, el simit (una rosquilla de pan con semillas de sésamo), el té negro, las sonrisas y otro idioma que no me dice nada y sin embargo me suena a música.

Y en el centro mismo de la ciudad, se eleva majestuosa la gran Hagia Sophia (Santa Sofía), con un nombre que reconozco, en gran parte porque es también mío, pero sobre todo porque al estudiarla en la carrera no pensé jamás tener la oportunidad de estar ahí. Hagia Sophia, repetía, como se dice Timbuktu o Java; sitios para los afortunados, para aquellos que por esfuerzo o destino logran desde nuestras tierras mexicas navegar hasta sus puertos.

Aún a la fecha los arquitectos y estudiosos se preguntan cómo es que se pudo erigir algo tan grandioso hace más de mil seiscientos años; un templo dedicado en un inicio a la divina sabiduría y que ahora, convertido en un espacio laico, invita a todos los viajeros, a apreciar su interior y su cúpula: el epítome de la arquitectura bizantina. Erigida en el año 360 para fungir como catedral ortodoxa bizantina, fue durante casi mil años la catedral con mayor superficie del mundo, y a pesar de que sirvió por un breve periodo de cincuenta y siete años como catedral católica, tras la conquista de Constantinopla por el Imperio otomano, el edificio fue transformado en mezquita, manteniendo esta función desde 1453 hasta 1931, fecha en que fue secularizado, e inaugurado como museo.

Y ahí estoy, parada al centro de su cúpula, recorriendo su interior sin saber si reír o llorar. Recordando la clase de arte y la proyección de cuarta que me mostraba al cristo Pantocrátor; el mismo frente al cual me quedé inmóvil, yo que no soy religiosa: petrificada. Porque más que un símbolo religioso, se presenta ante mi sublime, como testigo de la historia, del arte, de la habilidad, de la belleza y de toda la increíble capacidad humana de crear; como testigo del tiempo y de mi presencia, aquí finalmente, de pie frente a una parte del mundo que me es tan ajena.

Estambul en mis sueños de infancia

Estambul en mis sueños de infancia y ahora en mis sueños de adulta… las lámparas multicolores de cristal que cuelgan de una esquina iluminando la estancia e invitándome a sentarme, el té de manzana con azúcar después del baño turco, las calles estrechas llenas de tiendas y cestos con especia, las alfombras colgadas por todas partes; y el llegar al río.

Desde el Bósforo, en un ferry cualquiera que nos costo cincuenta pesos por persona (y que cumple de maravilla la función de los otros que cuestan quinientos, a excepción del momento de abordar en el cual corrimos el riesgo de ser abatidos o aplastados por la muchedumbre), viendo la ciudad inventarse como surgida desde las páginas de uno de los cuentos que me contaba mi madre a los ocho años; las cúpulas, los colores, las ventanas moriscas, los minaretes… las miradas delineadas con kohl y la comida, siempre la comida. Porque conocer un sitio nuevo es también devorarlo a través de los sentidos; sentarse en sus calles a escuchar el ruido, probar cada tres o cuatro horas algo distinto, escuchar la música, entrar a sus templos y quedarse ahí; tan quieto que más absorber la ciudad, estás permitiéndole entrar en ti y llenarte por completo.

Mi güero sonríe porque ha estado aquí antes, porque quiere enseñarme las calles en las que paseaba con sus amigos y en donde se sentaba en la noche a tomar raki (bebida típica de anís) platicando de sus planes y de la vida. Yo camino de su mano evitando chocar con la gente y descubriendo a cada esquina un nuevo sitio al cual quiero entrar o un nuevo platillo que apunto en mi lista mental, inacabable, de cosas por hacer.

Así, nos aventuramos a todos los puntos turísticos que podemos. Recorremos los jardines del palacio Topkapi, viendo y aprendiendo de la gente; subimos por las calles empinadas haciendo planes para todos los días que nos quedan.

El palacio nos toma un día completo. Es alucinante, encontrarte de pronto, en un sitio que sirvió como la residencia y casa administrativa de los sultanes Otomanes más importantes de la historia.  Según el tiempo y la energía que se tenga, se puede pasar en su interior fácilmente el día entero.

La parte más fascinante es “El Harem Imperial”; quizá porque yo no puedo evitar cerrar los ojos y jugar a revivir las cosas y es ahí en dónde hay más vida, más historias, más detalle. De pie con la espalda hacia cualquier esquina, me quedo un tiempo intentando imaginar la gente que lo recorría hace años, su ropa, sus conversaciones, ¿se habrán preocupado por cosas similares a las que me preocupo yo?… ¿será que soñaban con imaginarse en otros mundos? Y así, al regresar me permito recorrer las calles, las habitaciones, los baños y los salones deslizando los dedos sobre las paredes que tantas otras vidas tocaron antes de mi: ¡las mismas paredes!

Después de algunos días nos estámos perdidos al otro lado del río, en Asia, recorriendo un barrio hermoso que me recuerda la Colonia Roma. Andamos como borrachos, porque no es sólo el cuerpo que se cansa con el viaje sino el alma que se embriaga con tantas imágenes y emociones. Paseamos por calles y pequeñas escaleras con vistas al río en donde grupos de personas se han sentado a tomar cerveza y comer bocadillos que traen en bolsas plásticas. Regresamos de un Hammam; de haber estado horas en un baño turco a sesenta grados y con setenta por ciento de humedad, de haber sido lavados y exfoliados como nunca antes; porque, ¿en qué otro lugar del mundo puedes ir a que te laven y te exfolien personas expertas en ello?

Para el último día dejamos el Gran Bazar. Este es uno de los sitios que casi todas las personas te dirán que no puedes perderte. Es abrumador y lleno de pequeños descubrimientos y maravillosas artesanías. Personalmente, yo, que amo los mercados, los bazares, los tianguis y todo esfuerzo social por organizarse para la venta y el intercambio, salí sorprendida ya que éste no fue ni por mucho mi sitio favorito. Como siempre, dependerá del propósito, la búsqueda y la personalidad, ya que, si se está en busca de alfombras, es ahí a dónde se tiene que ir. Pero si se tienen pocos días yo no dejaría uno completo para esta actividad. Hay cosas bellas que comprar en cada esquina de esta ciudad, los precios son bastante parecidos (si se sabe negociar, lo recomendable y es pagar entre un 70% y 80% del valor inicial) y el Gran Bazar llega a sentirse de pronto un poco denso y extremadamente turístico. Si no se tienen muchos días yo no lo pondría dentro de las cinco cosas más importantes que hacer.

Las cinco cosas más importantes que hacer:

  1. Caminar las calles. Sentarse a comer un döner kebab tomando aryan (yogurt bebible delicioso y típico de Turquía) oalgún delicioso postre de esos que muestran en vitrinas llenas de pasteles y ver a la gente pasar. Sentir el pulso de una ciudad que no se conoce. 
  2. Visitar Hagia Sophia con tiempo y paciencia.
  3. Visitar el Palacio Topkai y recorrer sus jardines al atardecer para ver a la gente y a los niños jugando.
  4. Visitar la mezquina Azul temprano por la mañana.
  5. Experimentar algún Hammami después de media tarde.

Y entre todas estas cosas, caminar, caminar y caminar y cuando se esté cansado, caminar un poco más para descubrir alguna esquina alejada de los grupos más grandes de turistas y sentarse a tomar un café turco con lokum (pequeños dulces turcos hechos con gelatina, azúcar y nueces o semillas).

Hay mundos dentro de esta ciudad, quizá como en todos los lugares que existen; y yo en cinco días he apenas podido ver una pequeña parte; recorrer sus calles del centro, probar los deliciosos Mantis (una especie de raviol chiquitito) con salsa de tomate y yogur, desayunar todas las mañanas el típico desayuno de queso fresco, huevo, olivas, tomate, pepino y pan; tomar café por las tardes y compartir un testi kebabi (un plato cocinado en una jarrón sellado de barro y que se cocina lentamente en un horno de leña) con mi güero obligados antes a aplaudir con todos los comensales para su apertura… No pude hacerlo todo, pero probé una “torta” de pescado completo, ¡completo!, abajo del puente principal antes de cruzar al otro continente. Viví una ciudad que antes solo imaginaba; logré formarme un sabor más completo de ella mientras iba guardando memorias que pronto, cuando haya pasado el tiempo y piense en Estambul, me permitirán volver a sentirla, ver sus calles y las alfombras a la venta decorando algunas esquinas; cerrar los ojos para saborearme un té negro con un chorrito de leche y decir, una vez más, y con mi terrible acento: teşekkür ederim.

Por mi -Eda Sofía- para Hotbook

* Eda al parecer es un nombre balcánico, pero principalmente turco.

Consejos Generales:

  1. Palacio Topkapi: Se venden boletos más caros para “saltarse la fila”, pero en la taquilla principal también puedes saltarte la fila si llevas efectivo, ya que no necesitas esperar a pagar con tarjeta.
  2. Entrabas y boletos: Hay un boleto que incluye el palacio, Santa Sofía y el museo de antropología. A pesar de que quizá no quieras ir a los, con sólo ir a dos ya vale la pena, porque lo compras en el primer sitio y te permite saltarte la fila en el segundo, además cuesta lo mismo que comprarlos separados.
  3. Entradas y boletos: Existe la posibilidad de pagar un guía a la entrada de cada sitio con quien puedes saltar la fila. Además de entrar más rápido, cada vez que se tiene un guía se aprende; sobre el sitio, sobre la historia, pero sobre todo sobre la cultura de cada país. Aprovecha para aprender de él o ella, de lo que le gusta, de su sitio favorito para comer, de lo que piensa del turismo, etc.
  4. Hoteles y estadías: Pocos sitios hay tan dedicados a la hospitalidad como Estambul. Si se quiere estar cerca de todo y se van pocos días, lo más recomendable es quedarse cerca de Sultanahmet que es el centro histórico. A unos pasos de Santa Sofía se encuentra el Four Seasons que seguro es espectacular, así como lo han de ser hoteles al margen del río. Nosotros nos quedamos en Pruva. Está a unas cuadras del centro y aunque las habitaciones son pequeñas, para las horas que pasamos en el cuarto fue perfecto, cómodo y con un desayuno muy completo. 
  5. Adentro del Palacio hay un restaurante que vende helados por un precio encantador. Un helado siempre puede ayudar con cualquier cansancio y mejorar cualquier recorrido.
  6. Baño turco: Cada hotel te recomendará opciones de Hammam diferentes y en realidad todos ofrecen casi lo mismo, pero en rangos de lujo que varían según las instalaciones, el renombre, la fama y la gente que haya asistido. Si existe la oportunidad, lo mejor sería ir al inicio del viaje; así si te gusta puedes volver o probar otro distinto. Nosotros elegimos ir a uno que quedaba un poco lejos del centro, pero eso nos permitió conocer una zona más local, con menos turismo y que habla de un Estambul más moderno. Aga Hamami, el baño turco al que fuimos, es el uno de los mas antiguos de Estambul construido en 1454 y utilizado hasta el fin de la era otomana. La experiencia es única pero el sitio no tiene instalaciones cinco estrellas, lo cual se entiende ya que el precio tampoco lo es. Otro de los más famosos y particularmente bellos es el Cemberlitas Hamami; se encuentra en el centro histórico de la ciudad y es similar; simplemente un poco más moderno y en una zona más turística. Ya si se busca más confort que autenticidad, los hoteles de lujo como el Four Seasons y el Marriot ofrecen su propia versión del baño turco. Recuerda: cualquiera opción que se elija, es importante reservar con antelación.

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