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Cuando nunca terminas de despedirte…

Tienes ojeras como las mías, me dice Made hoy en el café a las 7:10 de la mañana. ¿Estás cansada verdad? Y digo que sí, pero no es realmente cierto, al menos no en el sentido estricto de la palabra. Me quedo viendo cómo se aleja sonriendo. ¿Se puede tener ojeras por saudade? Quizá, el despedirse tanto, y de gente que se quiere tan profundamente, ocasiona un pequeño moretón en el cuerpo, una seña física de que uno está ya cansado de ir y venir; de decir adiós. Agradecido pero agotado de abandonar por voluntad un sitio en el que eres feliz, apenas te comienzas a sentir cómodo, con planes, seguro.

Nunca voy a acabar de despedirme, pensé mientras tristeaba abrazada a mamá en la bahía del aeropuerto. Y como el llanto público, incomoda tanto, el chico que me ayudó con las maletas se limitó a acompañarme hasta el mostrador sin sacarme plática. Ocho mil dioses lo bendigan.

Después todo bien, o en calma, porque no se puede llorar por horas sobre algo que se planea hace años: el viaje. Y en una dicha neutra, que mezclaba perfectamente el irme y el regresar, pasaron las cuarenta y dos horas que duró el trayecto desde mi casa en México hasta mi casa en Bali.

Hoy es mi segunda mañana de regreso. Ayer, a la mitad de una cena de Thanksgiving, me dieron ganas de salir corriendo. ¿A dónde? A casa. ¿A cuál?

Quería subirme en la moto que no es mía y manejar con este calor que desde que llegué se pegó a mis huesos, de regreso a la Narvarte. Tomar un Uber (en mi caso Didi, porque los cabrones de Uber me cancelaron la cuenta por cambiar tanto de número de teléfono y como no tienen ni humano en el servicio al cliente no hay a quien explicarle mi caso, que es cierto, que he viajado tanto) y poner en el destino casa de mis papas e irme a descansar como los últimos cincuenta y cuatro días. Pero alce la vista y antes de decir nada, mi güero me contestó: me tomo esta y nos vamos. Entonces me di cuenta de que de cierto modo había llegado… aunque también comprendí que quizá nunca termine de hacerlo.

Dos semanas me tomó sentirme segura en México; en casa. Pero fueron alrededor de ocho minutos los que pasaron antes de volver a mi idioma, a los modos y los ritmos que habitan el cuerpo de una forma que sólo lo hace el sitio en el que dejaste tu infancia.

Ahora, de regreso en Asia, me siento de nuevo una extranjera. Y quizá nadie lo ve, pero eso no es lo que importa. Adentro de mí, las preguntas que le hago a mi güero se forman en un idioma que él no entiende, y cuándo la mesa se ríe de un chiste australoamericano, yo extraño mi taller de literatura y las palabras de cualquier vendedor del metro.

Apenas han pasado dos días y esto, como todo lo malo en la vida, como todo lo bueno en la vida, también cambiará. Y volveré a mi indonesio quebrado de siempre, a soñar en un idioma con el que no nací, pero en el que vivo; con el que amo en voz alta. Volveré a mis cafés con leche de las seis de la mañana y a mis tardes de plantas y riego; a las ceremonias interrumpiendo el flujo del trafico de motos. Y pronto, en tres semanas, en cinco más, en dos meses, volveré a despedirme… otra vez y otra vez y otra vez. Porque una vez que escoges, aceptas, tienes la suerte de vivir así: de viaje, dividido entre dos continentes, nunca terminas de despedirte. Mamá siempre me lo advirtió.

Eda Sofía C.B. | 29 de noviembre del 2019 (coño, cómo ha pasado el tiempo)

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