Y temo, como cada vez que comienzo a escribir, que hoy, quizá también este texto lo sea.
Como si una condena; un mandato funesto expulsado, dirigido y propagado por los hombres se adueñara del tiempo. Como una enfermedad en desbandada. Una epidemia fatal que sin más te condena, postrándote en camas o sillones múltiples, al paso del tiempo y del indoloro dolor de sepultar poco a poco la vida. Entonces es que ardo. Puedo, de golpe, ver pasar frente a mí el tiempo perdido al televisor y todos los libros que aún no he escrito. Tengo el deseo de aniquilar ya a mis personajes, a los que no me he atrevido a conferir un rostro. Ellos aún no saben qué decir, y yo, me quedo esperando escucharlos hablar. Esperando.
Escucho a la gente, por la calle y en los bares que mentirosamente pocas veces frecuento, hablar lento; como si hubiesen nacido con una dosis regulada de opio que nublará cada segundo de por medio del acierto. Segundos que tampoco son lúcidos, sino mediocres.
Abrir los párpados no significa necesariamente ver. Digo mediocridad y me agoto. Puedo sentir su efecto viscoso pegándoseme a la piel y tomando mis pies firmemente de los tobillos.
Cortándomelos lentamente por atrás con una pequeña navajita que pinta vetas violetas en mi piel y que promete no dejarme nunca más emprender la marcha. Mi boca se seca, acometida por el miedo enterrado, de que de alguna forma, ínfima, la palabra pueda algún día pertenecerme. Tomarme firmemente de los muslos y tumbarme, mis diez dedos hechos nudos, haciéndome tragar el polvo. No; no marco salida, no caigo. A pesar de sentir la navaja deslizarse atrás de mis piernas dibujando cortes profundos: canales que trepan hasta la realidad misma de la estática. Yerta.
Entonces, yo, con el dolor de esta huida que simula vencida, puedo huerfanarme de pies. O aún mejor, zurcir entre el llanto y el dolor que podría parecer eterno, la propia carne.
Arrastrarme en búsqueda de una recuperación furiosa. En una persecución rabiosa. Un peregrinaje colmado de despeñamientos triunfantes. Un amor fati: eterno, vivo, ardiente.