1 de enero del 2018
Primero de enero del dos mil dieciocho. Dos mil dieciocho. Y todo sigue igual. No hemos alcanzado el futuro ni tampoco una evolución ulterior en la cual todos estén bien, el mundo sea justo o las comunicaciones se hayan tornado todas significativas. Pero es primero de enero y yo estoy en un cuarto caliente, en una cama suave, viendo las montañas nevadas de Colorado. Y estoy viva y estoy bien, mejor que hace días y un millón de veces mejor que el fin del año pasado.
2 de enero del 2018
Escribo tarde, pero ¿cuándo no? El sol comienza a calentar el día e ilumina la nieve por fragmentos que atraviesan entre los pinos.
Amanezco y me siento la misma de siempre: niña, confundida y con miedos.
Amanezco y me sé la misma de siempre: ilusionada, haciendo planes y con un deseo hirviente de seguir viviendo. En lo que duró el trayecto -por café- a la cocina, pensé que me gustaría volver a Indonesia, perfeccionar el idioma, en verdad aprender alemán y hacer algo significativo este año, pero ¿qué realmente lo es? Hace unos meses murió C. y ahora que lo pienso puedo recordar sus últimas publicaciones en las que nos advertía que era cierto, que la vida sí se acababa. Ayer soñé con el amor; con encontrarlo así, inesperadamente en un hombre que me vea con ojos transparentes y húmedos.
Escribo porque siento que me debo de cierta forma hacer también esta vez un cierre del año; una bienvenida, un ritual de agradecimiento.
Hace unas horas, sentada en cama con la nieve de invierno fuera de la ventana repasé algunos textos viejos buscando el de hace un año que no encuentro, que perdí junto con el trabajo de aquel año y una amistad que en realidad nunca fue. Encuentro también una carta de mamá en la que le escribe a mis dos Ricardos pidiéndoles paciencia para conmigo, amor y aceptación; reconociendo mis diferencias y mis ansias de vida. La carta la envió hace diez años. ¿Seguiré siendo la misma? ¿Qué he cambiado en diez años? A veces temo que no tanto, otras, que demasiado.
Hoy, a mis treinta años, hay días en que me siento más pequeña que nunca, en que me gustaría poder escucharme de veinte y hacerle caso a mis fuerzas. Temo haber perdido la seguridad y la valentía que me reafirmaba otra; no haber crecido lo suficiente; que el tiempo pasara en vano. Pero me digo que no; me convenzo que he crecido en manías y también en fuerzas. Cierro los ojos para recordar los años pasados y no consigo convocar ningún recuerdo confiable, sin embargo, puedo, con total claridad sentir la ansiedad y la tristeza del fin del 2016 y entonces agradezco el tiempo que sin duda ha pasado.
Agradezco la nieve clara que ilumina el día con el deseo de iluminar el año entero; los abrazos y el amor de quienes me permiten estar en silencio sin pedirme que sea quien no puedo.
Agradezco las risas y el apoyo de los amigos; un año lleno de derrumbes y remodelaciones. En diez tendré cuarenta y no hay manera de saber las decisiones que habré tomado, pero espero que sean maestras todas; viajeras. Porque a pesar de los miedos que se me cuelan bajo la piel, esas convencionales y cobardes tentaciones de buscar seguridad tras hermosas rejas, lo único que realmente me interesa es seguir construyendo una vida honesta, mía, ancha de experiencias y emociones.
Abro los brazos al sol de invierno incrédula de esta suerte que de una finca cafetalera me trajo a las montañas nevadas del norte. Incrédula siempre de la vida que me ha colmado de este modo tan abrumador, tan pleno, tan cálido. Y así, consciente, -pero sin saber que pronto pararé un día entero en L.A. en casa de un amigo y después estaré en Costa Rica de regreso, bajo el sol y rumbo a la playa-, me da rabia el temor que crece dentro de mí de haber perdido para siempre las palabras; aquellas que pueden nombrar lo que en verdad estoy sintiendo.
Siento una completa incertidumbre acerca de lo que este año traerá; tengo treinta años y no completo ni media página de currículum convencional, finalmente he perdido el trabajo que tanto odiaba, no tengo retiro, ni esposo, ni los hijos que en algún momento quise. He gastado mis ahorros y tengo una deuda enorme que me hace poseedora del departamento más hermoso y más mío del mundo. No hay nadie que me espere en casa, sin embargo, me siento bienvenida en todos los sitios a los que llego. No tengo un plan de vida, pero estoy segura de que pronto llegaré en coche de Londres a Mongolia. Ya no tengo miedo del silencio, y hoy, más que nunca, me siento profundamente hermana de la otra yo que me habita. Estamos bien. Ella, yo y las otras tantas que somos: acompañadas. No me hace falta absolutamente nada y, sin embargo, me encuentro palpitante acerca de las incertidumbres del año que nace. Confía, me repito. Confía en esta vida dulce que te lo ha dado todo: todo.
Quiero dejar atrás los duelos, el temor, las ansias, y recibir este año como quien se mete desnuda en un río.
~Eda Sofía