mi abuela

Té para no extrañar a mi abuela

Yo sabía que la abuela iba a morir mucho antes de que pasara. Lo supe ese día en la mañana, cuando mamá me llamó al hotel de paso en el que me había quedado a dormir con mi novio. Contesté tirada boca abajo sobre unas sábanas que ahora recuerdo entre amarillas y doradas; quizá era el sol.

Tengo que decirte algo, fueron las palabras de mamá, e inmediatamente yo sentí a Tita; no sé cómo explicarlo, fue como si su olor, su voz, su pelo y su cuerpo todo me invadieran para hacerme sentirla por un instante, un segundo; es difícil de contar. Me tiré en cama y antes de poder traducir ese agudo ardor de cuerpo, mamá dijo: Atropellaron a Rocky; se escapó y como no sabía andar en la calle un coche le pasó por encima. ¿Qué?

Lo que sentí, al contrario de lo que ella esperaba, fue puro alivio.

¿Lo pudieron ver?, ¿pudieron hacer algo? No. Al parecer alguien lo había metido en una bolsa y eso había sido todo. Mamá nunca ha sido muy buena con eso de la sensibilidad y los animales domésticos. Me parece que crecer en una finca te vuelve menos apegado a tus mascotas que si creces en la ciudad, sin tantos animales, como yo.

Ya no recuerdo si lloré o no. Ahora nada de esa mañana es importante. Creo que en lo profundo sentí un gran alivio porque el mensaje fue mucho menor que su vaticinio. Entonces, tomamos las cosas de prisa y salimos cabizbajos de aquel sitio.

Recuerdo la calle de Reforma, pero quizá eso fue el día anterior. Han pasado doce años y después de un tiempo la memoria confunde. Recuerdo haber tomado fotos. Nunca lo había pensado antes; tengo imágenes de ese día; el mismo día que murió Tita… o un día antes, como ya lo dije, no podría asegurar nada.

¿Qué hace uno el día de su muerte?

Si el mío fuese hoy, habría escrito, finalmente; visto esos caballitos cafés a la distancia y tomado café amargo. Hoy ha hecho un viento delicioso y me pone más triste de lo pensado dejar esta finca y plantearme volver a la ciudad.

Quiero quedarme aquí en donde el único ruido es el mío acompañado por las plantas y animales que me rodean, quedarme aquí con este café, esta cocinita y esta casa. Me tranquiliza de irme, sólo la posibilidad de ahorrar dinero para volver y quedarme aquí aún más tiempo.

A Tita le habría encantado estar conmigo en esta finca, la habríamos pasado tan bien de adultas, ahora que podía hacerle aún más preguntas y contarle detalles de mis viajes. Ella tendría setenta y nueve años; yo treinta. Le contaría del güero y de mi terror al compromiso, del viaje planeo hace años a Mongolia. Quizá tenerla a mi lado, me habría hecho más fuerte, más segura de que la vida es larga y quizá yo también pueda llegar a vieja.

Los caballos están comiendo y yo podría verlos toda la vida. Ver caballos es algo que me daría tranquilidad aún si este fuera el último día de mi vida. Espero que no, tengo tanto por hacer. Siempre.

¿Qué habrá pensado Tita cuando se dio cuenta que no volvería a vernos?

Varios de mis años daría por poder tomar café con ella, por regresar hoy a Heredia, a su casa y no encontrarla así, vacía, a meses de ser derrumbada. Por gritar “uuupe” en la puerta y escuchar los pesados pies del Nonno venir a mi encuentro.

Es extraño como funcionan las cosas en torno a los abuelos. Cuando más podrías disfrutarlos, ya no están. Y a veces me dan ganas de tener hijos, sólo para eso, para poderles dar abuelos. Pero ahora, ¿cómo hago? Una parte de mi aún sueña con que hay deseos tan fuertes que pueden materializarse, por eso la muerte me cuesta tanto, porque no da cabida a mi parte niña.

Tita, ¿cómo no te goce más?, te gustaría verme ahora, ya no estoy tan enojada. Creo que el tiempo, quizá tu muerte, me suavizo.

Regresaré a buscar esas fotos para ver si todo en mí ha cambiado…

Después de Reforma, mi novio me llevó a casa de mis abuelos, creo, los de México y a partir de ahí no recuerdo los detalles del día, porque fue normal, entre una muerte y otra. Seguro platicamos de Rocky, pero no demasiado, comimos cubitos de queso y cacahuates japoneses; tomamos agua de limón y ojalá fideos, porque eso habría hecho de ese un mejor día. Después nos fuimos a casa. Papá y mamá tenían un concierto. ¡Qué mierda!

No recuerdo mucho antes de los gritos de mi hermano. Estaba sentada en la compu, probablemente perdiendo el tiempo. Él llegó confundido, diciéndome que algo había pasado. Recuerdo calmarlo sin éxito, mandarle mensajes a mi primo en Costa Rica, una llamada telefónica y un ataque de tristeza que sé volveré a sentir y no quiero. Una incredulidad infantil que esperaba que la distancia hiciera falsas las noticias. R. convenciéndose de que no era cierto; “no es cierto”: afuera, en el jardín, de noche. Yo fui quien llamó a papá; él, quien tuvo que decirme a mamá.

No puedo, ni quiero ahora imaginarme el dolor físico que atravesó sus huesos. Las mamás no deberían irse nunca. Espero, aún a mis treinta años, que la mía esté aquí por siempre. ¡Lo siento tanto mamá!, no haber estado ahí contigo en ese instante, para contener un poco de tu pena, para abrazarte el cuerpo en duelo.

Después vino gente y ruido y planes de viaje. Me acuerdo de haber hecho té, para todos. Cuando no sé qué hacer tomo las decisiones más estúpidas del mundo.

Cierta parte de mí pensó que quizá si hacía té por los próximos tres años, me dolería menos. Una taza tras otra, té para no pensar en la muerte, té, para no extrañar a mi abuela que hoy, doce años después aún lloro tanto.

El cielo está azul perfecto, el viento refresca la mañana y los caballos no se han movido de sitio; el café ya está frío y yo, no tengo nada de ganas de volver a Heredia; al tráfico y a una casa vacía que pronto destruiremos quizá en parte por miedo a que nos sobreviva también a nosotros… quizá en un afán por hacer nuevos recuerdos.

Eda Sofía (enero 2018, Santa Cruz, Guanacaste)

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