“Cuando yo sea grande quiero vivir en el campo. En el campo hay muchos animales y poca gente; todo es verde y no hay contaminación. Cuando sea grande quiero tener una granja con vacas, caballos, puerquitos y borregos. Quiero vivir en el campo porque ahí la gente es más feliz, porque en el campo todo está más vivo.” –Fragmento mal citado del libro “Cuando yo sea grande” en el que me publicaron por primera y única vez a los ocho años.
En unos meses, si me digno a aceptarlo, cumplo treinta años, ¿o veintiocho, veinticuatro?; puede ser, quiero pensar que poco importa. Hace ya un tiempo que soy una adulta, y aunque le huyo a las implicaciones que el término implica, creo que por acuerdo común, ya puedo decir que soy grande.
Tan grande como se es cuando puedes seguir usando los mismos pantalones de hace diez o quince años, cuando supongo es normal que te angusties por el fin de mes y el pago de la renta; grande, como cuando los recuerdos de tus primeros viajes, sola, ya te generan una gran nostalgia.
-Recuerdo mi primer viaje de mochila por Europa; cuando no existía googlemaps, ni whatsapp, ni airbnb, ni couchsurfing, vaya: sin smartphone. Me detenía cada dos días en un café internet y sacando el mayor provecho de la hora que me quedaba de crédito, buscaba los horarios del tren, alguna recomendación de hospedaje y le resumía a mi familia, en un mail grupal, mis hazañas y descubrimientos. Me acuerdo; llamando a mi madre, por cobrar, de una cabina telefónica en Escocia, llorando, sin hospedaje, con veinticinco kilos a la espalda (sin saber viajar ligero) y a las diez de la noche.-
Las cosas han cambiado tanto que creo que eso ya califica para decir que soy grande. Pero, lo que no sabía a los ocho años, es que: años en los que uno es grande, hay muchos, si Dios quiere, como dicen en mi pueblo. Años en que uno es grande, son casi todos; si tenemos suerte.
De pequeña, jamás pensé enamorarme tanto de la Ciudad de México; llegar al extremo de disfrutar el metro en horas pico, las banquetas rotas y los mercados con letreros inteligibles y viejos. No imaginaba que viajaría por el mundo, que viviría en veintiséis casas en tan sólo cinco años; que antes de llegar a esa edad abstracta de la adultez, querría muchas otras cosas. Que a mis veintinueve soy ya tan afortunada, que hay días en que extraño a amigos de tres o cuatro países distintos.
Hoy, 12 de enero del 2017, día de luna llena, despierto asustada por los aullidos de los monos en una finca en Guanacaste. Ayer, me bañe con el chorro frío y quedo para no molestar a la rana que había en la pared de enfrente; he perseguido iguanas, abrazado a dos perros y frente a mi hay un caballo listo para salir a dar una vuelta. Asombrada, me voy cuenta de cómo vuelvo, a mis deseos de niña.
Creo que hay ciertos descubrimientos que sólo pueden suceder en la infancia, pero que después nos acompañan por siempre; como en mi caso, el amor hacia los animales, la soledad, las palabras y el hermoso silencio.
Hoy terminé un libro que me regaló mi mamá a sabiendas, lo intuyo, de que lo hacía en el momento justo. En alguna página dice:
“El éxito sigue un curso predecible. Aquellos que triunfan no son necesariamente los más brillantes, […] pero éste tampoco llega por la mera suma de las decisiones y los esfuerzos que hacemos en solitario. El éxito, más bien, es un regalo. [Quienes lo alcanzan] son aquellos a quienes se les han dado las oportunidades justas y han tenido la fortaleza y la determinación necesaria para tomarlas.” Malcom Gladwell
Al inicio de este viaje, buscándome en uno de los bosques más bellos de Costa Rica, encontré otro libro en el que marqué: Éxito (exitere) = Salida
El éxito se evalúa al final, no en el transito. En el tránsito, todo es potencialidad.
Y como las coincidencias no existen, yo estoy aquí, mirando el jardín y pensando en mi vida.
Este primer mes del año tenía que ser así; tenía yo que volver a esta tierra a la que he venido desde hace veintinueve años, tenía que quedarme más tiempo que nunca antes, tenía que encontrar el silencio, el tiempo y estás lecturas; para ahora, tomar de cada uno de los días lo que más me ha servido; ver con más claridad señales, distinguir los indicios, repasar los aprendizajes y estudiar, también, el mapa de mis caídas.
Hacer de los encuentros, maestros. Ahora, puedo ver cómo todo lo que me rodea es potencialidad. Siento claramente el regalo que es y ha sido la suma de los factores que rodean mi vida. No pidas suerte, porque con ella has nacido, me dijo, en algún momento caluroso de la noche, la mamá de Ariel, mientras me leía mi destino en un libro chino de más de cien años en su pequeño apartamento en Singapur.
Las oportunidades están aquí. Es momento de usar la fuerza que me habita, esa que me ha estado haciendo falta, para moverme con la determinación de una leona; continuar conquistando mi libertad y creando mi propia vida.
“Cuando yo sea grande, grande, eso que se dice grande; como se imagina uno que son los adultos cuando es una niña de ocho años, entonces quiero vivir en el campo. Ahora, quiero aprender otro idioma, quiero viajar a Mongolia desde Inglaterra y en auto; quiero poner un negocio, diseñar mi propia casa, escribir otra novela. Quiero sentir el sol de las doce sobre el rostro y aprender a montar a caballo a pelo; ahora tengo tiempo, soy apenas una niña.”
Por Eda Sofía