Estoy en mi nueva casa. Y no sé cómo me siento, pero intuyo que esto es la felicidad.
Así, temprano, antes de que comience a despertar el mundo; antes de que se pueblen las calles y el ruido del mercado ascienda hasta casa invitándome a bajar y a salir de mi misma.
Me gusta estar en casa sola, en silencio, con la seguridad de que nadie llegará, de que el teléfono está apagado, de que es un día calmo y todos están ocupados en sus propios pendientes. Entonces sonrío y me relajo porque la mañana se me presenta ancha y alargada como más la disfruto.
A veces se me ocurre preguntarme qué me hizo así, tan hacia adentro, pero no tengo las respuestas.
A veces también, seguido, se me antoja la compañía que no tengo, pero a mi modo, medida y a mis tiempos; una compañía que no existe, convenenciera, que no estorba cuando escribo y está aquí por las noches cuando estoy cansada y siento ganas de llorar.
Últimamente he estado recordando partes de mi vida. Me doy cuenta de que por más que recorra el recuerdo, no puedo, por deseo y angustia, volver a vivirlas. Entonces suelto y entiendo que esto, esto, esto, es lo único que tengo; que será pronto un recuerdo, que no podré ni por angustia, traer de vuelta a mi cuerpo.
Agradezco el pasado y también lo entiendo quizá, como otra vida. Fragmentos de vidas anteriores que ya no soy yo, porque la única que soy es esta que está hoy aquí sentada en esta nueva casa escuchando como levantan el mercado y acostumbrándose al andar de los vecinos de arriba.
Esta soy yo, pero por la de ayer ya no podría abogar… y la de mañana… esa que a veces temo y otras extraño. Esa, ni siquiera existe y aunque a veces me parezca tener alguna idea, tampoco sé quién es.
Martes 24 de octubre 2017