Ayer soñé con mi abuela, pero al despertar lo había olvidado.
Amanecí emocionada por el último sueño (dicen que tenemos muchos en una noche, yo seguro tengo millares), mucho más superficial, un tanto al límite entre el placer y la necesidad de huida; más común en mí; más violento.
Después me senté a leer y a tomar café. Hace días que pretendo reducir la cantidad de café que tomo. No ha sido posible.
En una de las páginas de mi nuevo libro apareció ella, como convocada y así el recuerdo. Mi abuela en una blusa azul rey con cuello en ve observándome desde una silla en la esquina de la sala; mi abuela viéndome al otro lado de la mesa mientras hablo con mi familia; mi abuela de pie, dándome la mano en el momento que decido dar un discurso.
Mi abuela siempre presente, mi abuela en mí; mi abuela aprobando y abrazando mis nuevos planes.
Y entonces agradecí el sueño como un recuerdo. Haber pasado la noche con ella no es cualquier cosa; porque está muerta, y para mi pesar yo no creo que esté esperándome en ningún lado como yo tampoco esperaré a nadie después de mi último día de fiesta. Pero el cuerpo ni distingue la vigilia del sueño y para él, para mi yo emocionada, después de varios años de no tenerla, poder darle la mano y recibir de ella la bendición para la generación de nosotras que ya casi viene, fue de lo más dulce que me ha dado este mes de enero.
Eda Sofía