Soñé con que aún tenía en el cuerpo mi calentura de los quince años. La que es bella y emociona, no la que todos estamos temiendo ahora. Y quisiera seguir sonriendo, recordándolo a él y recordándome alegre, encerrada en un cuarto, muerta de risa, sin preocuparme del mundo ni de ninguna de esas cosas que van cayendo después, con el tiempo, pero cometí el error de prender el celular antes de salir de cama y leer los mensajes de mi vecina.
Qué cansada estoy en estos días de la adultez y de tener vecinos; sobretodo de los que son así, inesperadamente otros. Qué cansada estoy en general, de este mundo en quiebre y de nosotros todos que no sabemos bien qué hacer más que correr de un lado a otro con miedo. Hablar sin pausa de lo mismo.
Pero ayer yo por primera vez no soñé con el fin del mundo, sino con él, uno de mis primeros novios, cuando aún me permitía tener muchos por que no había susto de que alguno fuera el que se quedaría por largo rato. Y los besos en el cuarto de atrás mientras era mi fiesta de cumpleaños; y yo perdiéndome toda la reunión, feliz. El tabule y el pan dulce, los tragos, el vino y las amigas que en realidad no eran; porque aparecieron sólo las que más miedo me daban. Ahora también acaba de ser mi cumpleaños, pero igual lo pasé encerrada en un cuarto, sin calentura y con ganas de estar en casa.
Yo siempre le he tenido un poco de miedo a la gente; hasta ahora lo acepto. No a las personas; ellas por lo general me enternecen porque con un poco de tiempo siempre queda al descubierto esa grieta por la cual dejamos ver cómo nació nuestro dolor y nuestra rabia. Pero la gente, me causa temor y una especie de incomoda tristeza que me surge en el pecho y de prisa se me esparce por todo el cuerpo. La inconsistencia, el cambio, ese no poder entrar nunca por completo. Después quiero ganármelas, saber que he hecho bien, y reconozco mi parte insegura que siempre está convencida de que el error, cual séase, es siempre mío.
Y estoy cansada también de eso, de hacerlo todo para que la gente que no quiere me quiera. De convertir la realidad del rechazo en una conquista, desgastándome de a poco con el mal que me camina por los huesos, llegando siempre a la incomprensión, el punto del llanto, a este encerrarme en cuartos con la gente que sé que quiere estar conmigo. Encerrarme en casas, en cuarentenas, en países lejanos. Quiero decirles: entiendo, espero que estén bien, pero no, en realidad desearía que no me importara.
Yo quería hablar de él, no de esto que cada vez que surge me va masticando el día: los vecinos que me gritan con un resentimiento de meses o la amiga de hace tiempo que no aparece. Y dentro del sueño, tenía en mi cuerpo el poder de hacerlo todo de hielo, por lo que decidí sellar la puerta con una capa helada y gozarlo a él que me besaba como solo se besa a los dieciséis años. Y salir con su camisa puesta, aunque no hubiera pasado nada, para decir que sí, para verme como una más de esas de las telenovelas, para acercarme a él, aunque me alejara de todos los otros.
Me reconozco buena estando en dúo, porque los grupos nunca han sido lo mío; las grandes congregaciones, las fiestas, los momentos en donde se es tantos que ya nadie se escucha y yo estoy lista para irme a casa. Me hago vieja quizá no aceptando, pero entendiendo que hay cosas de uno que no se cambian tan fácil, como mis anchas caderas o el hecho de que me siento más ligera cuando somos pocos. Cuando es muy poco lo que se me esconde. Cuando puedo confiar en el otro que me rodea, y la cercanía es ligera, íntima, honesta y clara. Estoy cansada de la gente que siendo así, de miles de modos como somos todos, no logra inclinarse hacia la transparencia. Pero más cansada estoy de mí, que aún a mis treinta y tres años, tan inocentemente, aun creo que puedo cambiar al mundo.
Yo aún lloro a lagrima tendida cuando alguien que yo creía me quería, no lo hace.
Eda Sofía
Imágen por Henrietta Harris