Hoy hace seis años que llegué a Japón y aunque ha pasado tanto tiempo y nada es en el mundo lo que era, al ver las fotos del sitio en el que amablemente Walter me dio asilo, siento que puedo olerlo. Cerrar los ojos y sentarme en esa pequeña litera arriba de su cama y sonreír pensando que lo había logrado, que estaba en Japón; nada más importaba porque era el inicio de un gran viaje que me llevo exactamente al fin del mundo: de regreso a Indonesia, buscando la alegría de un año previo y encontrándola toda en los lugares y momentos más inusitados.
Perdiendo pronto la enorme ilusión de un amor que desde el inicio me había dado las señales equivocadas e iniciando un viaje de regreso a mí misma. Hasta hoy, seis años más tarde, que dejé casa (en Bali, Indonesia) para comenzar otro viaje en dirección, por ahora desconocida e incierta, sin saber si podré llegar al destino marcado y dejando atrás todo lo que he ido coleccionando.
Comienzo un viaje distinto. No es un inicio alegre sino una huida desconcertada. Convenciéndome de que las perdidas son más bien renuncias; peso que voy soltando.
En realidad, llevo conmigo, lo que más habrá de importarme el resto de mi vida.

Frag-mento de SED “sobre Japón”
Isabel se despierta agitada por el movimiento y el ruido que se provoca en el avión al tocar tierra firme. Las luces de la cabina están prendidas y los altavoces hablan en un idioma que desconoce. Entre el cansancio de la despedida y la ilusión de un nuevo retorno, Isabel olvidó que antes de llegar al pueblo que tanto había extrañado, el vuelo haría una larga escala en otra isla. Me encuentro en una ciudad inmensa y desconocida. No ha llegado a su destino final y ya la reciben personajes que imagina habitarían la luna, hermosos seres que articulan palabras en un idioma que apenas recuerda de sus sueños de infancia. Aún no he llegado a tu isla, Tigrillo, y a pesar del temor a que esto pasase y yo no pudiese darme cuenta, inmediatamente entiendo que aún estoy muy lejos. De fiesta, ésta me recibe vestida de primavera; centenas de sus sakuras en flor enmarcan las calles y presumidos esperan en los parques, a que llegue la brisa para poder despojarse en danza de sus flores. Hay un contraste entre la naturaleza y el orden que por algún motivo me tranquiliza: flores blancas y rosa claro caen salpicando sobre la ciudad; ensucian sus calles impolutas. Aquí, están transcurriendo los días de los cerezos en flor. En esta parada antes de mi destino final, se han liberado ensoñaciones que durante mi infancia había guardado con llave y olvidado. Inquietantes seres de nieve que despiertan en mí un deseo morboso; horas precisas, pieles blancas, caminatas apuradas, callejuelas estrechas y anuncios luminosos que no entiendo. ¿De qué hablan las palabras cuando quien mira no comprende el lenguaje? El idioma de las formas, de los trazos, de las líneas. En donde hay un anuncio apuntando hacia una calle yo leo: Vas bien, sigue caminando. Afuera de la carnicería anuncian: Aquí murió. La tienda de cuadernos vende la posibilidad de contar una historia. Aquel letrero rojo avisa que duele y el azul apunta hacia el mar. El mercado rebautiza las frutas y verduras. Las calabazas, las manzanas, los higos se regodean bajo su nuevo nombre asiático y yo inclino la cabeza hacia ellos con una risa cómplice: Yo también quiero el mío. ¿Por qué todos sus trazos son serenos? ¿Por qué no les tiembla la mano? ¿Cómo se escribirá amor? No logro reconocerlo. ¿También en este idioma le corresponderá un trazo estremecido? ¿Podrán darle vida de otra forma? Como cuando se aprende una palabra que nombra un sentimiento desconocido: se abre una puerta. Igual que cuando escuché por primera vez y tardé tanto aprendiendo a decir fernweh; desde ese momento sufro la añoranza de un sitio en el cual nunca he estado. Si me quedara aquí, si lograra escribir el amor en su idioma, dibujarlo con la ligereza y precisión de sus trazos, estaría amando de otra forma. Si lo hago así será menos insensato mi amor, mas soportable. ¿Podrá llevarse algo de este dolor la caligrafía?

Miro a las personas que caminan sobre zapatos altísimos o descalzos a la orilla del mar. Portan consigo un aire de merecer que yo no puedo siquiera imitar. Me pregunto qué esconden entre tantos pliegues de elegancia, en dónde encuentran esa inspiración tan honorable. Tomoko me pregunta qué escondemos nosotros ante tanto alarde público, entre nuestras danzas y exhibiciones de afecto.
Isabel conoció a Tomoko en un vagón del metro. Nunca se hubiera imaginado que la blusa que había decidido usar ese día haría que una mujer de este sitio se acercase a ella en el corto periodo que dura el viaje entre dos estaciones. Tomoko se aproximó despacio queriendo indagar sobre Isabel, pero a los pocos segundos se encontraban ya intercambiando frases emocionadas sobre sus intereses y su pasado en común. Al rechinar de los frenos sobre los rieles, su nueva amiga se apresuró a extender una tarjeta de presentación con su nombre, su correo y un teléfono: To – mo – ko, le leyó con calma antes de bajar del vagón. Escríbeme, quizá pueda llevarte a conocer la ciudad mañana.

Ahora, Isabel recorre las avenidas amplias con una seguridad falsa y se cuela entre las diminutas callejuelas con curiosidad; a cada paso que da se emociona más y más por la imposibilidad de comunicación: está forzada al silencio y se sorprende disfrutándolo. Estoy en un sitio en donde se desconocen las palabras que me dan sentido; nadie comprende la explicaciones de mi deseo. Por otro lado, ellos podrían rodearme vociferando sus miedos, y lo harían de tal manera que sólo podría sentir respeto. Isabel sonríe y Tomoko, quien camina atrás de ella, ostenta también una sonrisa leve. Se han bajado juntas del metro y ahora caminan por calles que bordean templos adornados con lámparas de papel rojo y tres campanas que se suenan al jalar unos cordones gruesos que cuelgan de ellas. Se aplaude, explica Tomoko: Una, dos, tres veces, después se inclina la cabeza, se tiran unas cuantas monedas a las rendijas de madera que están al frente, se inclina la cabeza de nuevo y entonces, por fin, se jala el cordón: clong, clong, clong, cling, suenan las campanas. Ambas caminan rumbo al mercado en donde Tomoko espera encontrar la comida que preparará, al día siguiente, para el cumpleaños de su marido. El mismo marido que, cuenta ella, sabe que la ama porque lo sabe y ya, no porque se lo haya dicho nunca, ni siquiera cuando están juntos, y por juntos quiere decir desnudos y juntos. Él lee el periódico sin mirarme y yo se que me ama. ¿Y cuando es de noche?, pregunta Isabel un poco apenada por su atrevimiento. Entonces también lo sé, siempre lo sé, pero no recuerdo si me lo ha dicho desde que éramos muy jóvenes. Hace unas cuantas cuadras han entrado al mercado. Isabel se va quedando atrás distraída por las centenas de cajas de unicel que exponen pescados de todos los tipos: muertos, vivos, despedazados, que claman por agua, por ser aniquilados. Algunos se salen de sus cajas y aletean el piso furiosamente hasta que el dueño del puesto los regresa a la misma no sin antes darles con un mazo de madera en la cabeza. Pareciera que dice: Taz, toma esto, pescado revoltoso, así aprenderás; y mientras revienta en partecitas su cuerpo, está diciéndole a su manera que lo ama. Tomoko camina cada vez un poco más de prisa, lo cual hace que se adelante. Isabel se detiene a esperarla, a esperar a que pase frente a ella el tiempo contenido en centenas de vidas viscosas y mojadas que se revuelcan en este pasillo estrecho. Muy cerca, un pulpo silencioso trata de huir mientras su dueño mira hacia otro sitio. El pequeño molusco antecede su cabeza, y tras ella va sacando del agua cada uno de sus tentáculos. Al caer casi sin ruido sobre el piso cruza el pasillo del mercado de tal forma que nadie lo percibe. Sin embargo, su valiente huida será infructuosa; más de dieciocho pasillos lo separan de la salida de este gran mercado de mariscos. Después están los carritos eléctricos que empujan cajas con pescados y cajas vacías; después la calle y el templo Tao y las tiendas y el teatro clásico y después, mucho después, estará el mar que aún ni Isabel, quien tanto lo estaba buscando, ha visto.

Isabel sigue al pulpo con la mirada y entiende que su batalla está perdida mientras mira cómo se arrastra esperanzado en pos de una fuga imposible.Urgido por esa sed que quizá no comprenda, el molusco avanza sobre el concreto inmundo del mercado, trayendo consigo sus oscuros tentáculos que mas que impulsarlo lo lastran.Tomoko está llamando a Isabel varios puestos adelante. Le grita que Ya encontré lo que quería, mientras agita una bolsa de pequeños calamares en el aire. En el momento del grito, el dueño de la tienda, a quien Isabel monitorea atentamente, se percata de la huida del pulpo. Examina el piso buscando su recorrido, y se vuelve a mirar a Isabel como quien pregunta algo. Ella levanta los hombros; desesperándolo. Un segundo grito interrumpe la comunicación silente. Una mujer muy elegante con peinado alto y abrigo beige tiene al pequeño pulpo adherido a sus zapatos verdes de tacón alto. Grita con asco como si el animal pudiese, en un acto de transmutación, agrandarse y extenderse hasta atraparla como si fuese su abrigo. El dueño del puesto corre hacia ella y con un rápido movimiento lo separa de su zapato. Lo toma de la cabeza, de donde viene colgando hasta ser aventado con furia en su caja. Tomoko ha regresado. Isabel está mirando la escena, mas su amiga no se percata de nada, o más bien no le da importancia. ¿Puedo comprar al pulpo?, le pregunta Isabel con señas y en el escaso idioma que comparten. Sí, puedes comprar lo que quieras, le contesta Tomoko, pero ¿para qué lo quieres?, ¿sabes cocinar eso? No, quiero regresarlo al mar. Tomoko, frunce el ceño y después sonríe segura de que es una broma, pero señalando al animal, le pide al dueño del local que lo prepare. Isabel le explica con señas que no le azoten nada en la cabeza, que se lo den así, con agua. Ambas salen del mercado esquivando pequeños carritos motorizados en donde señores tocan el claxon indicando que se quiten del paso. Tomoko lleva una bolsa de calamares que van, lentamente, muriendo en el camino, e Isabel carga una mancha morada que se agita en una pequeña bolsa de plástico llena de agua. Siente que ha comprado un pequeño monstruo marino. Tomoko la mira asombrada pero no pregunta, quizá porque entiende que no hay nada que explicar.

La luna, a estas horas, está tomada. Letreros y caligramas de luz neón le gritan a Isabel, todos al mismo tiempo. La gente surge aún más blanca de los umbrales; blanquísima azulada. Contrastan con la oscuridad de la noche; parece que no tienen edad. Llevan el cabello del color de un lago nocturno y sobre él mi mirada resbala sin asideros. Ojos de almendra observan a Isabel y a su pulpo. La miran lo suficiente para extrañarse por el ser que carga dentro de esa bolsa que se agita entre sus brazos, mas pronto desvían la mirada incómodos cuando se percatan de que ella está les devuelve la mirada escrutando cada detalle de su cuerpo; disfrutando su belleza tan elegante, su andar liviano. Seres que pasean a sus críos espeluznantemente perfectos a quienes probablemente nunca les dirán que los aman. Dos ranuritas negras que parecen decir “no te creo” y una boquita rosa alzada hacia el cielo en un solemne puchero. Diminutos seres me miran con ojos de hambre, y yo quiero robarme uno.
Los cerezos están en flor y sus pétalos caen a nuestro alrededor como si nevara. Isabel toma la bolsa con fuerza ya que su prisionero se agita emocionado por la visión de la primavera. Descienden al metro para volver a casa.
Tomoko mira a Isabel y a la bolsa inestable que sostiene con cuidado entre las manos frente al pecho, sonríe y con calma, entre la multitud a punto de abordar el vagón le dice que Los sakuras florecen una o dos semanas al año, eso es todo; son tan hermosos que no podrían durar más: como la vida. Mono no aware; quizá en unos años puedas sentirlo. Me toma por sorpresa la congoja, siento un leve mareo y debilidad en mis piernas, pero enseguida soy despertada del sopor por cientos de personas que en silencio me empujan hacia la puerta abierta y me obligan a abordar. Protejo entre mis brazos a Tomás, el pulpo a quien a estas alturas ya he dado un nombre. Tomás, susurro, y sonrío cálido en mi pecho. Ahora mis recuerdos podrán adherirse a algo. Quizá a él también tengo que darle un nombre para que exista.

Por mí, Eda Sofía