nonno

Ya hace más de un año que murió mi abuelo

Hace unos días murió mi abuelo.

Hace una semana.

Hace unos minutos tu Nonno dejó de estar con nosotros, escuché al otro lado del auricular. 

Después: silencio.

Tuve que apretar ambas manos contra el pecho para combatir una presencia ajena que parecía habérseme introducido por la espalda y quererme quitar cada una de mis costillas.

Y así, tan lejos, que sentí que si lo deseaba podría no haber pasado, hice lo posible por imaginar su cara y escuchar su voz como si fuera él quien me hablaba al teléfono.

Mierda, nunca grabé su voz.

Después de colgar me hice un puño en la orilla de la cama y me acuné con mi propio llanto. Al percatarme de que el llanto no cesaría; de que en esta cama no había nada que pudiera contenerme, me levanté de prisa y me metí al baño: blanco, iluminado y estéril como un hospital. Entonces me acuclillé y calmé mi vacío contra la esquina cubierta por azulejo amarillento. Cuando se me acabó la fuerza y pude ver que seguía aquí, lejos y viva, me alcé y caminé por el cuarto.

Hablé para olvidar los hechos. Como él; hablé del tiempo, del dinero y de la supuesta importancia de las cosas; me cité, me repetí, me respondí y cuando no encontré más al interlocutor que buscaba, me puse a llorar de nuevo.

Después se espesó la noche y me cansé de estar tan triste y tan lejos sin nada que hacer, así que dormí. Vinieron dos días confusos y pesados; dos días en que bien podría no haber pasado nada.

Si me hubieran mentido, si nadie me habría llamado esa noche, yo habría seguido teniendo abuelo.

nonna

Pero me llamaron y, ¡carajo!, después de saber, ya no hay como dessaber las cosas; eso es de lo más triste de la vida.

Tomé un vuelo y atravesé, el doble del mundo que él atravesó en un mes en barco, en cuarenta horas de aviones y aeropuertos. Entre nauseas, mareos, cafés y caramelos; en ese estado de sopor en el que te introduce el viaje y el desconcierto, llegué a esa tierra, que no era de él pero que hizo suya. En la que ya no estaba ni está.

Llegué sin ningún aspaviento, sin retumbes de tambora; silente, imitando el estruendo que deja la ausencia.

Ahora estoy aquí, sentada en la oficina del abuelo. En tu oficina, Nonno, que entre me prestabas y no. Y cada vez que camino por la casa siento que voy a encontrarte en el próximo umbral, esperando recitarme una estrofa, mostrarme unas fotos o hablarme del mundo y explicarme cómo es que todo se ha puesto boca abajo.

Yo también lo pienso; te imito asegurando que todos los demás están mal.

También me siento sola y me entristece pensar en la muerte, pero tu muerte Nonno, ha venido a recordarme la calma del mundo. Me ha adelantado que nada pasa; ni sin ti, ni sin mi, y tampoco conmigo.

Perdiste el tiempo, como lo pierdo yo, preocupándonos por no poder hacer nada. 

Te ha sobrevivido hasta el peine; tus fotos y las cartas que le escribías a tu madre cuando, a mi edad, ya vivías tan lejos; en un México que ahora, a través de la distancia, también me parece más dulce.

Me identifico con tus dudas y tus ganas de tragarte en un bocado al mundo.

Extraño tu voz ronca y me reprocho no haberte grabado. ¿Cómo no te grabe? Una vida entera. Vivir una vida entera. ¿Qué significa eso? ¿Cuánto quisiste y de qué forma? ¿Cuántas veces te sentiste perdido? ¿Cómo medir el miedo?

Ya no estás y de ti no quedan más que tus cosas. Y este dolor que se muda a mi pecho. Te has vuelto esto; una sensación, una alegría, un recuerdo, en el cuerpo de tu nieta que también, un día de estos, irá a morir. ¿Cómo trascender las limitaciones del cuerpo? Seguro tu también te lo preguntabas.

Me parece extraño, ahora, pensar en que hemos creado un mundo de bienes para oscurecer la inamovible verdad de nuestra muerte.

Ha muerto mi abuelo, digo y la gente se sorprende; me da el pésame y después hablamos de otra cosa. Pero, ¿no me escuchaste? ¡Ha muerto mi abuelo: dejo de existir! Mi abuelo, un ser que estuvo vivo, que escribió, que cruzó el océano en barco, que curó cientos de personas; un niño que robaba peces de la fuente de Heredia; los introducía con cuidado en su boca para después llegar colocar en una pecera en su casa; mi abuelo, un hombre que hizo el amor, que peleo por sus ideas, que siempre pedía postre: dejo de existir. Ya no hay nada de él.

¿Estás bien?, preguntan. Sí, estoy tranquila.

Pero miento: no siento nada, estoy adormecida, completamente seca. Me parece tan natural lo que ha sucedido, que me asusta; porque va en contra de mis mayores miedos, porque no parezco aterrada, porque nada ha cambiado en el mundo su ausencia. Siento un profundo desconcierto. No entiendo cómo me han quitado tan rápido algo tan mío. ¿A que se debe tanta vida para llegar a este silencio? Murió y aquí estoy yo, sentada en su silla, pensando en él, limpiando sus cosas y tirando sus papeles. Leyendo sus cartas, juzgando sus miedos y recordando sus interminables historias. Pero tu ya no estás aquí abuelo, ya nada de esto te representa. Tengo ganas de huir de tu muerte. ¿Qué lugar le queda a la hijueputa trascendencia?

Nada. Nada queda de ti Nonito, más que dentro de mi pecho. Nada quedará de mi y entonces, ¿quién nos guardara del mundo y del paso del tiempo? ¿Cómo escucho tu voz ahora que te has ido?

Por Eda Sofía C. Bernini

COmparte el post

Ir arriba