Decir pájaro y alzar la vista para cerciorarme de que la puerta de la habitación esté abierta y pueda salir. Repetir su nombre sólo para escuchar el batir de las alas contra las paredes del cuarto y envidiar su vuelo.
Ayer, desesperada por el silencio que invade cuando se vive lejos del propio idioma, me atreví a decir que preferiría estar en una habitación oscura en medio de una gran urbe con alguien que pudiese describirme la selva, que en el medio de la selva, sola y sin poder nombrarla.
Hoy ya no lo sé, pero aún sospecho que el verde que nombro es más grave que el que me aguarda quieto fuera de la ventana.
El ave que con sus uñas desgarra mi garganta para surgir victoriosa por mis labios, tiene más fuerza que esa que torpemente se aproxima a mi jardín para buscar las migas de pan que he dejado tiradas.
El ave que me habita es migratoria y alza el vuelo para sentir en el viento que llega del oeste, las palabras que extraño de mi idioma.
Siento la ausencia de las alas que nunca he tenido y sé que cuando por fin logre levantar el vuelo, añoraré la blandura de la tierra que ahora yace bajo mis pies. Blanda y dura.
Habitar un cuerpo es vivir la condena de ser, para siempre, tan pequeños y de tan corto aliento.
Estoy aquí y se me antoja quedarme en casa, todo el día, moviéndome sólo lo indispensable. Sentarme en esta mesa o tumbarme en el piso frío después de haber cerrado todas las ventanas y entonces decir: pájaro, pájaro, pájaro para verme surgir y estrellarme contra las paredes en una búsqueda histérica de escape.
Pájaro, pájaro, pájaro, nacer en el conjuro que pronuncio e ir a morir a la esquina más húmeda del baño, sobre la barra de la cocina, entre mis piernas.
Pero ni aún en mis sueños he podido volar como lo recuerdo; mi consciencia de peso me acompaña en el viaje y solamente logro saltos ligeros que con prisa me traen de vuelta a tierra firme.
Está oscureciendo, comienzan a dolerme los omoplatos; susurros turbios que me hablan de mis limites e impedimentos.
Ignoro el dolor, como hago con todo lo que me recuerda la condena, levanto el rostro y extiendo los brazos que insubordinados se cubren de plumas negro espesura. Tomo impulso con unas rodillas que ahora se flexionan a la inversa y doy un salto para posarme a lo alto de esa ancha rama, de ese árbol, en este cualquier punto del mundo.
Paso la noche contemplando a la raza humana; la mañana extrañando las piernas que algún día tuve.
Mañana seré pez y podré sumergirme del mundo; cambiar plumas por escamas.
Por Eda Sofía C. B.
Increíbles imágenes por Christian Schloe (look it up on facebook)