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Soñé con lo salvaje

Soñé con lo salvaje. Con aquello que punga por salir a manifestarse. Con lo que deseo; aquello que quizá no reconozco, pero ya viene. Con la que soy y esto que me habita.

Llegaba a mí, no recuerdo cómo, un tigrillo salvaje a quien acogía como un hijo. Recuerdo verlo rondar mi casa, llamarlo y acunarlo entre mis brazos mientras convencía al casero de que no hacía nada.

Recuerdo la noche en vela buscándolo y el alba con la inundación total de mi casa.

Sabía que no podía tenerlo por siempre, pero eso sólo me hacía querer huir, querer salir corriendo con él en brazos y resguardarlo de las normas estúpidas del mundo.

Nos amábamos, pero también nos hacíamos daño.

Podía tocar mi piel y sentir los pequeños surcos que habían hecho sus garras; el ardor me hacía llamarlo, reavivaba en mí el recuerdo de su cercanía.

Un día, en otra casa, a la que no recuerdo si nos fuimos por voluntad o porque nos habían corrido de esta en la que cubríamos la noche con risas de cariño y nadabamos entre el descuido de tubos rotos y desatendidos, esperábamos a alguien que no llegaba… eso me pasa seguido.

Esperábamos, yo y los otros, pero el tigrillo ya no estaba a mi lado.

Entonces subí a bañarme, porque eso hago en sueños cuando no puedo moverme; doy vueltas por casas vacías, empaco y deshago maletas, busco papeles, lloro.

Recuerdo el silencio de la soledad de una regadera en medio de la noche; así, a oscuras, sin ganas frotaba mi cuerpo, cuando de pronto el rechinido de la puerta del baño. Alguien estaba afuera, espiándome.

Tomé una toalla y salí de prisa a un segundo piso de una nave industrial en la que antes nunca había llegado.

Y ahí estabas. Ahí estaba él, estaba yo, estabas tú: un hombre joven y casi perfecto (si se admite en sueño esa palabra); delgado, fuerte, con el pelo castaño desordenado y mirándome con una cara de ternura que no he visto ya en años.

¿Quién eres?, pregunté. Pero no hizo falta que respondieras nada.

Estabas desnudo y podía ver tu piel cubierta por tatuajes que asemejaban las manchas de un jaguar adulto. Sonreías.

No puedes verme así, te dije. Pero eres lo más bello que he visto en mi vida; tengo que verte, fue tu respuesta; tengo que verte a ti, es lo único que quiero.

No recuerdo si gano el placer o el desconcierto, pero sí, tu cuerpo ágil trepando por los sillones de mi sala, el dolor que me provocaron tus garras sobre mi carne, tu risa de hombre, tu piel pintada de selva.

Recuerdo la alegría ancha de ser en un mismo instante mujer, madre, hijo y bestia. ¿Podrías venir a mí mañana, cuando esté sola y anochezca?

-Eda Sofía | Hoy sábado 12 de agosto de 2017

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